La utilidad, el valor y el precio: tres conceptos que mueven la compra


Comparto este artículo que he publicado en la revista Olimerca www.olimerca.com (sección la mirada abierta).

La crisis económica lleva instalada varios años en España y muchos consumidores ya notan en sus bolsillos que no llegan a fin de mes.
Por eso, el consumidor ha cambiado su manera de comprar y de consumir. Los elementos que determinan el consumo alimentario siguen siendo los mismos: placer, precio, conveniencia, salud… Sin embargo, ahora el precio tiene una importancia mayor en las decisiones de compra.
En definitiva, los consumidores cuando compran tienen en cuenta tres conceptos. La utilidad, el valor y el precio.

A lo largo de la historia económica se han venido estudiando las relaciones entre estos conceptos. Bentham consideraba que la utilidad es la propiedad de cualquier objeto de producir placer, bien o felicidad. Es decir, la utilidad la entiende como la cualidad que poseen los bienes para satisfacer los deseos.

Posteriormente, a principios del siglo XIX, David Ricardo identificó los conceptos de valor y utilidad, definiendo el valor como la capacidad de un producto para contribuir a la satisfacción humana (Ricardo, 1817). Ya en el siglo XX, Say mantenía que el valor de un bien no depende del coste sino de la utilidad y de la escasez del mismo. Las mercancías, por tanto, se desean sólo por la utilidad que reportan (Say, 1803).

Sin embargo, J.S. Mill considera que el valor es un concepto relativo que se determina mediante la oferta y la demanda (Mill, 1848). Conceptualmente, el precio debería reflejar el valor que tiene un determinado producto o servicio, es decir, lo que los consumidores están dispuestos a pagar.
Llegados a este punto, los consumidores cuando compran realizan un proceso inconsciente, que todos tenemos interiorizado y que combina la utilidad y el valor y que, como resultante, se concreta en un precio. Si el precio del producto  o servicio es igual o inferior al valor y utilidad atribuidos por el consumidor, lo compra, y si es superior, lo rechaza.
Como decía al principio, la crisis ha cambiado la escala de valores de los consumidores y los conceptos de utilidad y valor se han reponderado en la mente del consumidor. El consumidor actual tiene al alcance de su mano una cantidad de información difícil de procesar y de asimilar. Millones de impactos nos llegan por todos los sentidos y tenemos que hacer un proceso de filtrado para seleccionar la información que para cada uno es relevante. El consumidor ahora está más y mejor informado que nunca, en el marketing se conoce a este tipo de consumidor como «consumidor inteligente» (smart consumer).
El consumidor mejor informado de todos los tiempos tiene que elegir entre millones de ofertas y seleccionar aquellas que le aportan más valor, o mejor dicho un valor relevante, y todo eso con un presupuesto cada vez más limitado.
La publicidad lleva tiempo haciendo guiños a este consumidor. La frase «Yo no soy tonto» de una conocida marca, buscaba la complicidad de los consumidores.
Todos los productos tienen dos funciones. La de satisfacer una necesidad y la de aportar una satisfacción. Las marcas diferencian unos productos de otros y trasladan a los consumidores atributos y valores suplementarios a la necesidad básica que aporta cada producto.
Cuando al producto se le despoja de la función de satisfacción se banaliza. Se trata de una tendencia perversa para los fabricantes y los productores y, en general, para toda la cadena alimentaria.
Los fabricantes y distribuidores se encuentran con dificultades para seducir a ese consumidor, y tienen que tener la habilidad de trasladarle el valor que aportan sus propuestas. Si no son capaces, el consumidor no distinguirá entre dos propuestas que considera similares, pero que tienen precio diferente, por lo que, en condiciones similares, siempre se decantará por la más barata.
Cuando un producto se percibe como básico, materia prima o ingrediente (en inglés «comodity«) es fácilmente sustituible por otro con las mismas características. En la alimentación hemos perdido la noción del valor de los alimentos. Cuanto más cerca está el producto del campo, más difícil es trasladar el valor añadido.
En este contexto, si los productos van perdiendo su valor desde el origen, la cadena alimentaria se va empobreciendo y las inversiones, necesarias para innovar, carecen de sentido y se entra en una espiral perversa, en la que nadie gana y todos pierden.

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